viernes, 29 de octubre de 2010

Bajada de bandera

Le dije al taxista que siguiera al coche rojo. Simplemente me subí al taxi y le di la orden: Vamos, hombre, que los perdemos. Arrancó el motor sin hacer preguntas; parecía estar acostumbrado a ese tipo de peticiones, lo que para mí es un indicativo de la cantidad de mujeres desesperadas que descubren que sus sacrificados cónyuges hacen horas extras en la habitación de un hotel a la que llaman eufemísticamente “oficina”. Mi marido, Gabriel, es infiel, ahora yo también lo soy, pero unos minutos antes de ver pasar su coche con aquella puti-copiloto rubia platino, juro por Dios que creía que el nuestro era un matrimonio feliz. Tenemos una niña de 8 años, Martina, un chalé en una zona residencial, un cocker hispania llamado Dorito, y, en suma, una vida conyugal perfecta, perfectamente falsa, quiero decir. El día que descubrí que mi marido se veía con otra mujer, había echado más horas de la cuenta en el trabajo (el señor Camúñez, mi jefe, me había pedido el favor de que pasara a máquina la tesina de su hijo, un inútil como el padre, un inútil con dinero y, seguramente, un futuro infiel). Eran las siete de la tarde y yo casi levitaba escaleras abajo mirando el reloj del móvil. Todavía tenía que recoger el traje gris perla de Gabriel de la tintorería (odiaba ese traje, parecía un afeminado con él. Ahora me preguntó a quién pretendía complacer con la compra…). Martina salía de Inglés a las siete y media y luego estaba la cena, había que tenerla a punto por si esa noche la reunión no se alargaba hasta tarde y mi querido esposo podía cenar por una vez caliente junto a su familia. ¡Bendito hombre! ¿Cuándo le darán un plus por nocturnidad? Marqué el número de mi amiga Trini y le supliqué que fuera ella a recoger a Martina. Trini tenía una cita con un hombre que había conocido por Internet; yo no me fiaba de ese tipo de relaciones.

–¿Y si es un pervertido? - le dije.

–Ojalá…- contestó ella. Tenía un punto de lujuria en la voz. Una no sabía cuándo hablaba en serio y cuándo no.

Le prometí que llegaría a tiempo a su cita.

–Hazme ese favor, anda, a Gabriel están a punto de darle un ascenso y necesita causar buena impresión.

Trini siempre se burla de mí, decía que me había convertido en una maruja; yo estaba feliz de serlo. Qué estúpida…

Paré un momento a repasarme el peinado en el escaparate de una perfumería. Tenía ojeras y parecía una calavera con pelo. Recuerdo que miré con envidia a aquellas modelos de los anuncios de perfumes, se las veía tan resueltas. Pensé que ellas no tenían ni la mitad de mis problemas. Luego me sentí mal por hablar de mi marido, mi niña y mi casa como si fueran problemas. Entonces fue cuando vi pasar el Audi rojo de Gabriel con aquella fulana al lado, se pararon en un semáforo y ella le mordisqueó la oreja.

–¡Será puta!

Una anciana pasó por mi lado y me echó una mirada réproba.

–¿Y usted qué mira? – murmuré. La mujer echó a andar rápido, meneando la cabeza como esos perros de juguete que se colocan en el salpicadero de los coches.

Todo se nubló y acabé sentada en el asiento trasero de un taxi gritándole a ese taxista que pisara el acelerador a fondo.

–¡Más rápido! No ve que los perdemos. ¡Gire a la derecha!

–Señora, la prisa es mala compañera – contestó él.

Parecía tan tranquilo que todavía me enfurecí más. ¿Es qué no comprendía lo desesperado de mi situación?

–¡No me joda! Será el único moro sin vocación de kamikaze.

El taxista frenó bruscamente provocando el feroz aullido de los demás cláxones y se giró con una sonrisa de franca hostilidad. Me dijo que bajara del taxi, que no quería problemas. Yo estaba fuera de control; por el rabillo del ojo veía el Audi de Gabriel desaparecer entre los demás coches, se iban… Y me puse a llorar. Le chillé que arrancara, que le pagaría el doble de lo que marcara el contador. Me miró con lástima – eso me molestó - y reanudamos la marcha.

Se llamaba Mohamed Assan Al-Sahidri, Moha; tenía 43 años, una esposa, ocho hijos y hacía medio año que había conseguido el permiso de trabajo. Un magrebí en el gremio del taxi.

El coche parecía volar en una Barcelona ya en penumbras, mientras giraba por bocacalles y esquivaba autos en pos del Audi rojo.

–¡Por ahí va, Moha, por ahí!

–Lo veo, señora, lo veo. No se escaparán. ¿Es su marido?

–Sí, es mi marido… - lo dije avergonzada.

–¿Y cómo puede engañar a una mujer como usted?

–Tan buena –ironicé.

–Tan atractiva –atajó él.

El vello se me puso de punta y me sonrojé. Me miró por el retrovisor y le dio risa, dijo que no sabía que las mujeres occidentales se sonrojaran también. Era un poco machista, Moha, pero un hombre de la cabeza a los pies.

–Seguro que tú no engañas a tu mujer.

–“El amor y el amante son inseparables y eternos” –recitó Moha.

–¡Qué bonito! Mi marido nunca dice esas cosas. Llega y pregunta por el mando de la tele.

Me di cuenta de que estaba coqueteando. Eso las mujeres lo saben. Me puse a parpadear como una loca y a reír de esa forma tan tontorrona. Hablamos del amor un buen rato y de los hijos y de la vida; bueno, básicamente, hablamos de nosotros y de sexo. Casi había olvidado que seguíamos a mi marido y a su pelandusca, cuando el Audi se paró frente a un hotel, el hotel Rey Juan Carlos. A mí nunca me había llevado a un hotel semejante, la luna de miel la pasamos en una pensión en Santiago y luego en casa de mis padres, en el pueblo. Menudo cerdo… Le pedí un cigarro a Moha y me puse a fumar; yo no fumo, pero me apeteció. Paramos cerca del hotel y entonces me senté en el asiento del copiloto, junto a Moha, y nos encendimos un cigarro. Me gustó la imagen de mujer sofisticada que tenía exhalando el humo del cigarro, me miré en el espejito del lateral; todavía era una mujer atractiva. Moha, la verdad, también lo era. Un hombre rudo y exótico, alto y de espaldas anchas… Tenía uno de esos bigotes de pelo fuerte de los que pinchan y luego te queda la cara irritada y piensas: “Qué bestia, me va a desfigurar si no se afeita, pero qué más da”.

–Oye, estate tranquilo que te voy a pagar todo este tiempo – le dije.

Estábamos en silencio y por las ventanas abiertas entraba el frío de la noche. Era muy agradable.

–Hace rato, señora, que he apagado el contador – me contestó.

Me miró con unos ojos hambrientos, ojos de deseo, de desierto y sol, ojos de especias y hombres con turbante cabalgando sobre corceles negros. Bueno, nunca antes había intimado con un moro, así que para mí todo era como en Lawrence de Arabia.

Nos besamos ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Estábamos sedientos de amor y de noche y de besos y de soledad. No había más palabras ni esperas. Sólo un hombre y una mujer dentro de un coche, comiéndose como dos quinceañeros. Caricias que parecían las primeras, manos ávidas que reseguían el camino de unos muslos, dos cuerpos que se buscaban en la clandestinidad de unos vidrios empañados. Pero no hay vaho que sea eterno, ni orgasmo que no deprima.

Cuando recordé que tenía una hija, ya había perdido a mi mejor amiga. Llegué a casa de Trini a eso de las tres de la mañana, con el pelo revuelto y una carrera en las medias. La niña dormía plácidamente y Trini estaba en pijama con una bolsa de chocolatinas abierta. Había estado a punto de llamar a la policía y luego se había dedicado a odiarme.

–Te llevo llamando desde las nueve ¿Por qué no cogías el móvil?

–Mi marido me engaña – Procuré darle el tono más lastimero del mundo -: Lo he visto con otra.

No pareció convencida.

–Tú estás demasiado risueña, amiga. – Lo dijo casi escupiéndome.

Cogí a mi niña y mis bolsas y me fui a casa. Ni siquiera me di una ducha, me metí en la cama y me cubrí la cabeza con las sábanas. Hasta ese momento no me había planteado cómo se fingía la normalidad, pero resultó ser más fácil de lo que creía. Al cabo de una media hora llegó Gabriel. Me besó en la frente y se estiró a mi lado. Me preguntó qué habíamos cenado.

–Shawarma - contesté.


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Beatriz G. Guirado (Barcelona, 1983). Periodista de profesión, guionista a ratos y escritora de vocación. Ha trabajado en Cadena SER, RNE y en uno que otro medio antediluviano y, decidida a acabar por fin su primera novela, lo ha dejado todo –el entorno también ayuda-, y ahora sólo escribe para la revista Penthouse. Ha publicado relatos satíricos en fanzines y revistas literarias.