viernes, 27 de febrero de 2009

EL GATO Y EL CASINO (entrega tres)

El sol le recompuso el rostro apenas estuvo afuera. Reconoció el mar, la Promenade des Anglais, los autos, las viejas palmeras, y recordó que era una mujer engañada. Fue a sentarse en el primer café cerca del casino (era, por otra parte, la primera vez que Angela di Stefano se sentaba sola en un café) y puso el bolso entre sus piernas bien apretadas, antes de pedir al camarero, con una voz apagada, un helado de frambuesa. Luego, se puso a reflexionar. Un jovencito de traje castaño que le había seguido desde el casino intentó iniciar una conversación y ofrecerle un cigarrillo, pero ella lo rechazó sin una palabra, con un ademán de lo más elocuente, y aquel parásito, pese a su hastío de los casinos y de las damas solas, por una vez se sintio totalmente humillado; no valía la pena insistir.


De modo que el jovencito se marchó, y libre por fin de dedicarse a sí misma y a sus reflexiones, Angela fue examinando sucesivamente, los tres o cuatro planes qque le parecieron lógicos.


El primero consistía en depositar de inmediato esos billetes amarillos en un banco, pero ese banco era el de Giuseppe, y como Giuseppe le había traicionado, ddebía dejarle.


El segundo plan consistía en fletar un barco o una lancha en un puerto para que la trasladase directamente a casa de sus padres.


El tercero consistía en tomar un taxi (como en las novelas) pasar a casa a buscar a Filú, una maleta, y dejar quinientos francos a Giuseppe con unas palabras desgarradoras. Luego regresar al puerto, etc.


El cuarto era más novelesco: entraba en una tienda, se cubría de vestidos vaporosos de seda roja, alhajas maravillosas, alquilaba una calesa y volvía a casa a galope tendido, ante las vecinas estupefactas, arrojando caramelos a los niños durante todo el recorrido. O bien encontraba a dos gangsters -debía haber alguno por ahí- y les encargaba que le dieran una paliza a la bella Helena. O alquilaba un auto con un chofer muy alto vestido de gris al que mandaría a buscar sus cosas a su casa, en la calle des Petites Eucuries, con una nota para la vecina, con el fin de que le enviara a Filú y sus pertenencias.


Todas esas posibilidades le daban vértigo a Angela y el coñac no armonisaba con el helado de frambuesa. Sentía náuseas. Hacia tanto tiempo, además, que la vida estaba desprovista de posibilidades para ella, tanto tiempo que sabía con exactitud lo que la próxima media hora -y la próximasemana y el próximo año_ le depararía, tanto tiempo que no tenía oportunidades de elección que, de pronto, este imprevisto: [[Giuseppe en los brazos de Helena]], resultaba , casi tranquilizador pensándolo bien, puesto que había ocurrido, existía, y ella no podía hacer nada. El error, el espanto, eran todas esas posibilidades escondidas en aquel bolso que estaba a sus pies.


Si no hubiera tenido aquel bolso lleno de billetes amarillos, lo sabía, habría regresado a su casa. Habría gritado, insultado a Giuseppe, amenazando con abandonarle, y quizás le habría abandonado por un tiempo, antes de que él fuera, muy contrito, a buscarla a su isla. De no haber existido aquel montón de billetes, la vida habría seguido, simple y anodina, y con todo muy tierna, pues ella amaba a Giuseppe, y aunque sabía que en el fondo, era un poco mujeriego, sabía también que la amaba y que el sábado anterior, había sido el hijo de la vieja vecina el que había pasado la tarde con Helena. Pero ahora podía ser algo más que una mujer engañada, tener frente a ella a algo más que a un hombre arrepentido: podía ser una mujer libre y rica que abandonaba a un hombre hundido...


Giuseppe era albañil, y era un hombre apuesto, pero que ya no tenía veinte años, y que ganaba poco dinero. Si ella se fuera, las mujeres no correrían todas detrás de el.. Sobre todo sí, por error, tuviera algunos francos de adelanto, se los daría a ella, a Angela. Porque era ella quien había insistido para que comprara a plazos, su vieja casa de la calle des Petites Ecuries. Lo cierto es que era él quien siempre le prometía el vestido de seda rojo; en definitiva ella ni siquiera pensaba en ello.


La noche caía lentamente sobre el mar gris y dorado, que se ponía sedoso al anochecer, y Angela comenzaba a temer que Giuseppe se inquietara. Quizás pensase que un granuja le había asaltado para robarle aquel hermoso billete amarillo que debía llevar al banco; no podía imaginarse, por supuesto, que ella estaba allí, en el café de aquella rutilante avenida, con millones a sus pies, que podía marcharse y no volverle a ver. ¿Qué harían, él y Filú, hacia las ocho de la noche si ella no volviera? Esperarían en la puerta, como dos inútiles, incapaces de saber ni siquiera dónde estaban el aceite y el harina, el salchichón y el vino.


¡No, era imposible! Ella no podría, en el mismo momento, saborear la langosta, la champaña, los pasteles que le traería un maître de suntuosos hoteles, si decidiera irse. No podría hacer nada con ese dinero, todo tendría siempre un sabor a melancolía. no estaba hecha para esas eventualidades. No había visto bastantes películas en televisión o leído suficientes libros. O no había soñado suficiente con otros que no fueran Giuseppe...


Se levantó, entró al casino y tuvo la suerte de encontrar al mismo hombre de ojos desvaídos, el hombre del coñac, que le reconoció de inmediato. Lo llevó a un rincón oscuro y le susurró su petición en voz baja.


-¿Cómo? -dijo él.


Había levantado la voz, se había sonrojado; y todo el mundo los miraba y, de repente, pareció comprender.


-¿Usted quiere que vuelva a tomárselos? ¿Es eso? Pero yo no puedo hacerlo señora.


Llamó a otro hombre, vestido como él, y hablaron los tres en voz baja. Los dos hombres tenían ahora un aire extraño, parecían súbitamente más jóvenes y más infantiles que un momento antes. Alguien que pasara a un lado de ellos, hubiera quedado sorprendido al oír hablar a esos dos crupriers y a esa bella mujer de las obras de la Casa de Caridad o de los méritos de los Hermanitos de los Pobres. Por fin, entraron en la oficina, Angela dejó el dinero, le dieron un cheque, le dio la vuelta y lo endosó a las obras de San Vicente. Firmo [[Angela di Stéfano]]. Era también evidente que era la primera vez y la última vez que ponía su firma en un cheque. Luego salió orgullosamente, cruzándose con mujeres ahora elegantes y con hombres nerviosos, porque era la hora del verdadero juego. Y los dos crupiers la acompañaron con tal lujo de cortesías y reverencias, que todas aquellas elegantes se volvieron para mirarla con aire de interrogación.

Regresó corriendo y encontró a Filú y a Giuseppe, los dos sentados, pero aquél sobtre las rodillas de éste, delante de la televisión.

-Vuelves tarde -dijo Giuseppe con su voz gruñona.

Ella murmuró apenas:

-Ah, sí me entretuve mucho en el banco y encontré a una prima de Bastia... -antes de precipitarse hacia sus cacerolas.

Giuseppe, que se sentía también un poco avergonzado, y que había tenido mucha dificultad en hacer desaparecer el perfume de la horrible agua de colonia con la que Helena se cubría, tendió la mano detrás de él y le dio un golpecito en la cintura cuando pasaba. Tenía un poco de sueño. Afuera cantaba una vecina, con voz desafinada, y el gato comenzó a ronronear en cuanto olió lo que Angela freía en la sartén. [[Había sido un sábado muy agradable]] pensó Giuseppe, [[todo hombre tiene derecho a un poco de aventura en su vida, de vez en cuando; las mujeres no se dan cuenta...



Fin.


Francoise Sagan; El Gigoló, relatos escogidos.

sábado, 21 de febrero de 2009

EL GATO Y EL CASINO (entrega dos)

Ya en la calle, caminando a paso largo, su sorpresa, su temor, se transformarían en cólera. Hubiera debido saberlo, todo el barrio debía saberlo, hasta Filú lo sabía... Era allí donde iba Giussepe a jugar la petanca los sábados. ¿Desde cuando? Regresaría a casa de su madre, volvería a su isla, con la gente honrada. La traición no estaba hecha para mujeres como ella. Desde hacía diez años se ocupaba de Giussepe di Stefano, de su casa, de sus asuntos, de su comida y de su cama. desde hacía diez años no había hecho más que obedecerle y tratado de complacerle. ¡Y todo ello para que le mintiera, día y noche, pensando en otra!

Se encontró en la Promenade des Anglais, lugar al que no acudía nunca, caminando con el mismo paso decidido como si, al llegar al mar, pudiera atravesarlo sin mojarse los pies, para regresar a la casa de sus padres. Un silbato impidió que la atropellaran y, volviéndose bruscamente, vio que estaba ante un gran edificio blanco llamado casino, donde al parecer iban los extranjeros a perder sus fortunas y donde incluso los ho,mbres de su barrio sólo se aventuraban con gran prudencia. Vio entrar a una mujer rubia, una mujer bastante mayor que ella, vestida con un pantalón de tela. La vio reír con el portero y desaparecer en la penumbra. Aquella penumbra tenía algo de fascinante, de beige, de gris, con relación a la acera anonadada por el sol y, maquinalmente, subió a su vez los peldaños.

Estaba vestida con sobriedad pero tenía prestancia. Por eso, muy en serio, el portero la guió hasta la gran sala, y siempre sin bromear, después de haberle pedido los documentos, un hombre vestido de negro y con corbata le pregunto cuantas fichas quería. Angela actuaba como en un sueño y solo los pocos filmes vistos en televisión le indicaban el camino a seguir: munca en su vida había arriesgado un franco y solo había probado suerte en la crapette.

Pidió entonces quinientos francos con voz tranquila, tendió el hermoso billete de Giussepe y le dieron a cambio cinco cositas redondas y ridículas, que visiblemente debía ir a poner en la mesa verde, un poco más lejos. Algunos jugadores pensativos y cansados por el calor la rodeaban y pudo observarlos durante unos diez minutos mientras jugaban y aprender sin que los demás le prestaran la menor atención. Tenía las fichas tan apretadas en la mano que sentía correr el sudor en su palma, y molesta, las pasó a la izquierda, se secó la derecha y, aprovechando un silencio total y la detención de la pequeña bola, tan inquieta, tomó uno de esos brillantes objetos y lo depositó con firmeza sobre el número ocho. En efecto, se había casado el ocho de agosto en Niza, y vivía en el número ocho de la calle des Petites-Ëcuries.

--No va más --dijo el hombre indolente en traje de etiqueta, y volvió a arrojar la bolita que se puso a girar locamente antes de ir a alojarse con gracia a una ranura negra, demasiado lejos de Angela para que esta pudiera distinguir su número.

--¡Número ocho! --gritó el hombre con voz cansada--. ¡El ocho, un pleno! --agregó después de hechar una ojeada hacia la mesa.

Alineó una decena de fichas y las puso, después de hechar una mirada en torno, delante de Angela. Al mismo tiempo le indicó una cifra (que a ella le pareció astronómica) y la observó interrogador:

--El ocho --repitió Angela con voz segura.
Se sentía bien, presa de una especie de de fantasma, de sombra desconocida que la dirigía desde lejos; se sorprendía simplemente nde no tener ya delante de sus ojos la imagen de Giussepe dormido al lado de Helena. Ahora veía sólo la bolita; sólo a ella.

--El máximo es de dos mil francos al pleno --dijo el crupier con aire sorprendido.

Aprobó con la cabeza sin responder, sin comprender, y el crupier dispuso una pila de las fichas sobre el ocho y le tendió las otras, que ella recogió maquinalmente.

Momentos después, la gente se había acercado y la miraba con cierta curiosidad. Ni su rostro, ni su aspecto, ni su actitud podían dejar de suponer que fuese ella aquella loca que acababa de arriesgar dos mil francos a un pleno en el casino de verano, en Niza, en septiembre. El crupier, después de un segundo de duda, dijo: <<¡Hagan juego!>> La dama del pantalón puso diez francos junto a la rutilante pila de Angela, y la bolita volvió a girar. Después de tamborilear en desigual repique, se detuvo. Fueron el silencio primero y luego una especie de rumor perplejo los que reanimaron a Angela ¡pues había cerrado los ojos! (y a causa de la somnolencia parecían expresar sus párpados pesados, mucho más que por la sorpresa).

--El ocho --dijo el crupier con voz menos alegre, según le pareció...

Y volviendose hacia Angela que se había quedado impasible, con el rostro inmóvil, se inclinó para decir:

--Mi enhorabuena, señora. Le debemos sesenta y seis mil francos. ¿Quiere usted seguirme?

Estaba rodeada de hombres de negro -medio galantes, medio gruñones-- que le condujeron a otra ventanilla. Allí, otro hombre de ojos desvaídos, le contó fichas mucho más grandes y mucho más cuadradas. Angela no decía nada, los oídos le silbaban, tenía dificultad para mantenerse erguida.

--¿Cuánto es esto? --preguntó sñalando esas placas anónimas.

Cuando el hombre le dijo << sesenta y seis mil señora; es decir seis millones seiscientos, en francos antiguos>> adelantó una mano hacia él y se apoyó en su brazo. La hizo sentar, muy cortésmente, le pidió un coñac y se lo ofreció con la misma cortesía un tanto gélida.

--¿Podría tenerlo en billetes? --preguntó Angela cuando el calor del alcohol le hizo tomar conciencia de la situación.

--Naturalmente --dijo.

Volvió a meter mano en los cajones, y sacó una montaña de billetes; amarillos, parecidos al que le había entregado Guiussepe esa misma mañana; tuvo incluso la amabilidad de ayudarla a colocarlos dentro de su bolso.

--¿No desearía volver a jugar, señora...? --preguntó, pero en un tono sin esperanza...

Pues no cabía duda (para él que sabía de eso) que era la primera y última vez que Angela di Stéfano ponía los pies en un casino. La mujer hizo un gesto negativo con la cabeza, dijo: <> y salió con el mismo paso, rápido y seguro, que le había llevado hasta allí.

viernes, 20 de febrero de 2009

EL GATO Y EL CASINO (entrega uno)

Angela di Stefano se desgañitaba en vano llamando a su gato, el hermoso Filú, que había desaparecido desde la mañana en las callejuelas de la vieja Niza. Eran las tres de la tarde y, aunque fuera septiembre, todavía hacía un calor espantoso. No solía Filú olvidar su siesta ni su comida, cualquiera que fuese el encanto de las gatas vecinas, y Angela, que lo quería mucho, sentía cada vez mayor inquietud. Su marido, Giussepe, había ido a jugar a la petanca, como todos los sábados por la tarde, y sus vecinas dormían la siesta, hechadas en sus camas de metal tras la oriflama multicolor de las camisas y calcetines tendidos en las ventanas. Angela no se atrevía a gritar demasiado fuerte por temor a perturbarles la siesta e iba susurrando "Filú Filú" por todos los zaguanes, sosteniendo el chal sobre su cabeza a causa del sol.

A sus treinta y dos añosa, Angela di Stefano era una mujer de muy buen ver, muy latina y metida en carnes, pero a la que su ascendencia corsa había dado unos rasgos firmes y a veces austeros, que hubieran desanimado a los eventuales rivales de Giussepe. Por otra parte, éste lo sabía y bromeaba acerca de la virtud de su mujer de una manera que no le hacía gracía a Angela.

No encontraba a Filú y, sin embargo, debía ir al banco antes de las cuatro de la tarde a depositar quinientos francos de costumbre, ya que habían decidido comprar la casa a crédito, mes a mes. Guissepe le había dado su paga la víspera, como un buen esposo, y ella quería deshacerse lo más pronto posible de ese billete tan trabajosamente obtenido. De repente creyó ver un relámpago detrás de un muro, un relámpago gris, y exclamó: <<¡Filú!>> antes de empujar la puerta del jardincillo que rodeaba la casa de la bella Helena. La bella Helena era su vecina desde hacía diez años, y se había murmurado mucho acerca de ella desde su viudez, aunque sin prueba alguna. Siempre de puntillas, Angela dió tres pasos y vio a Filú, desde el alféizar de la ventana con aire burlón, y le llamó en voz baja una o dos veces antes de decidirse a agarrarlo. Filú le hecho una mirada de reojo con sus ojos verdes y saltó dentro de la casa. Instintivamente Angela empujó un postigo para atraparlo, y fué como así como vio a su apuesto Guiussepe dormido en los brazos de Helena. Retrocedió, el corazón palpitante, aterrorizada ante la idea de que él pudiera haberla visto.