martes, 16 de noviembre de 2010

PRIMERA PARTE (capítulo III continuación [1])

continuación del libro: "LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN"


Miércoles, 6 de septiembre, 1961


Hoy, al atardecer, volvimos al tema de la yerba del diablo.

-Creo que deberíamos empezar otra vez con esa planta -dijo de pronto don Juan.
Tras un silencio cortés pregunté:

-¿Qué va usted a hacer con las plantas?

-Las plantas que saqué y corté son mías -dijo-. Es como si fueran yo mismo; con ellas voy a enseñarte la manera de domar a la yerba del diablo.

-¿Cómo lo hará usted?

-La yerba del diablo se divide en partes. Cada parte es distinta; cada una tiene su propósito y su servicio únicos.

Abrió la mano izquierda y midió sobre el piso desde la punta del pulgar hasta la del dedo nular.

-Esta es mi parte. Tú medirás la tuya con tu propia mano. Ahora bien, para establecer dominio sobre la yerba del diablo, debes empezar por tomar la primera parte de la raíz. Pero como yo te he traído con ella, debes tomar la primera parte de la raíz de mi planta. Yo la he medido por ti, de modo que en realidad es mi parte la que debes tomar al principio.

Entró en la casa y sacó uno de los bultos de arpillera. Se sentó y lo abrió. Advertí que era la planta macho. También noté que sólo había un pedazo de raíz. Don Juan tomó el trozo restante
de los dos originales y lo sostuvo frente a mi cara,

-Esta es mi primera parte -dijo-. Yo te la doy. Yo mismo la he cortado para ti. La he medido como mía; ahora te la doy.

Por un instante, se me ocurrió que debería masticar la raíz como una zanahoria, pero él la metió en una bolsita blanca de algodón. Fue a la parte trasera de la casa. Allí tomó asiento en el piso, cruzando las piernas, y con una "mano" redonda empezó a macerar la raíz dentro de la bolsa. Trabajaba sobre una piedra lisa que servía de mortero. De vez en vez lavaba las dos piedras, conservando el agua en un pequeño recipiente plano, labrado en un trozo de madera. Al golpear cantaba, en forma muy suave y monótona, una cantilena ininteligible. Cuando hubo convertido la raíz en una pulpa blanda dentro de la bolsa, la colocó en el recipiente de madera. Volvió a meter allí el metate y la mano, llenó de agua la palangana y después la llevó a una especie de bebedero rectangular para cerdos colocado contra la cerca trasera. Dijo que la raíz debía remojarse toda la noche y tenia que dejarse afuera de la casa para que recibiera el sereno.

-Si mañana es día de sol y calor, será muy buena señal.

Domingo, 1° de septiembre, 1961

El jueves 7 de septiembre fue un día muy claro y caluroso. Don Juan parecía muy complacido con el buen augurio y repitió varias veces que probablemente yo le había caído bien a la yerba del diablo. La raíz se había remojado toda la noche, y a eso de las 10 a.m. fuimos detrás de la casa.

El sacó la palangana de la artesa, la puso en el suelo y se sentó al lado. Tomó la bolsa y la frotó contra el fondo. La alzó unos centímetros por encima del agua y la exprimió, para luego dejarla caer. Repitió los mismos pasos tres veces más; luego desechó la bolsa, tirándola en la artesa, y dejó la palangana bajo el sol ardiente.

Regresamos dos horas después. Don Juan sacó una tetera de tamaño mediano, con agua amarillenta hirviendo. Ladeó la palangana con mucho tiento y vació el agua de encima, conservando el sedimento espeso acumulado en el fondo. Vació el agua hirviendo sobre el
sedimento y dejó nuevamente la palangana en el sol. Esta secuencia se repitió tres veces a intervalos de más de una hora. Finalmente, vació casi toda el agua de la palangana, inclinó ésta a modo de que recibiera el sol del atardecer, y la dejó.

Cuando regresamos horas después, estaba oscuro. En el fondo de la palangana había una capa de sustancia gomosa. Parecía almidón a medio cocer, blancuzco o gris claro. Había quizá toda una cucharada cafetera de esa sustancia. Don Juan llevó la palangana a la casa, y mientras él ponía agua a hervir, yo quité trozos de tierra que el viento había echado en el sedimento. Se rió de mí.

-Ese poquito de tierra no le hace daño a nadie.
Cuando el agua hervía, virtió poco más o menos una taza en la palangana. Era la misma agua amarillenta usada antes. Disolvió el sedimento formando una especie de sustancia lechosa.

-¿Qué clase de agua es ésa, don Juan?

-Agua de flores y frutas de la cañada.

Vació el contenido de la palangana en un viejo jarro de barro que parecía florero. Todavía estaba. muy caliente, de modo que sopló para enfriarlo. Tomó un sorbo y me pasó el jarro,

-¡Bebe ya! -dijo.

Lo tomé automáticamente, y sin deliberación bebí toda el agua. Era un poco amarga, aunque su amargor era ape nas perceptible. Lo que resaltaba mucho era el olor acre del agua. Olía a cucarachas. Casi inmediatamente empecé a sudar. Me dio mucho calor y la sangre se me agolpó en las orejas. Vi una mancha roja delante de mis ojos, y los músculos de mi estómago empezaron a contraerse en dolorosos retortijones. Tras un rato, aunque ya no sentía dolor, empecé a enfriarme; el sudor literalmente me empapaba.

Don Juan me preguntó si veía negrura o manchas negras frente a mis ojos. Le dije que lo veía todo rojo, Mis dientes castañeteaban a causa de un nerviosismo incontrolable que me llegaba en oleadas, como irradiando del centro de mi pecho. Luego me preguntó si tenía miedo. No encontraba yo sentido a sus preguntas. Le dije que obviamente tenía miedo, pero él me preguntó nuevamente si tenía miedo de ella. No comprendí a qué se refería y dije que sí. El rió y dijo que yo no tenía miedo en realidad. Me preguntó si seguía viendo rojo. Todo lo que yo veía era una enorme mancha roja frente a mis ojos.

Tras un rato me sentí mejor. Gradualmente desaparecieron los espasmos nerviosos, dejando sólo un cansancio doliente, agradable, y un intenso deseo de dormir. No podía tener los ojos abiertos, aunque aún oía la voz de don Juan. Me dormí. Pero la sensación de estar sumergido en un rojo profundo persistió toda la noche. Incluso soñé en rojo.

Desperté el sábado, alrededor de las 3 p.m. Había dormido casi dos días. Tenía una leve jaqueca y el estómago revuelto, y dolores intermitentes, muy agudos, en los intestinos. A excepción de eso, todo era como un despertar ordinario. Encontré a don Juan dormitando frente a su casa. Me sonrió.

-Todo salió muy bien la otra noche -dijo-. Viste rojo y eso es todo lo que importa.

-¿Qué habría pasado si no hubiera visto rojo?

-Habrías visto negro, y eso es mala señal.

-¿Por qué es mala?

-Cuando un hombre ve negro, quiere decir que no está hecho para la yerba del diablo, y vomita las entrañas, todas verdes y negras.

-¿Y se muere?

-No creo que nadie muera de esto, pero sí se puede enfermar por mucho tiempo.

-¿Qué les pasa a quienes ven rojo?

-No vomitan, y la raíz les produce un efecto de placer, lo cual significa que son fuertes y de naturaleza violenta: eso le gusta a la yerba. Así es como incita. Lo único malo es que los hombres terminan siendo esclavos suyos a cambio del poder que les da. Pero sobre esas cosas
no tenemos control. El hombre vive sólo para aprender. Y si aprende es porque ésa es la naturaleza de su suerte, para bien o para mal.

-¿Qué debo hacer luego, don Juan?

-Luego debes plantar un brote que he cortado de la otra mitad de la primera parte de raíz. Tú la
otra noche tomaste la mitad, y ahora hay que meter en la tierra la otra mitad. Tiene que crecer y
dar semilla antes de que puedas emprender la verdadera tarea de domar a la planta.

-¿Cómo la domaré?

-La yerba del diablo se doma por la raíz. Paso a paso, debes aprender los secretos de cada parte de la raíz. Debes tomarlas para aprender los secretos y conquistar el poder.

-¿Se preparan las distintas partes en la misma forma en que usted preparó la primera?

-No, cada parte es distinta.

-¿Cuáles son los efectos específicos de cada parte?

-Ya te dije: cada una enseña una forma distinta de poder. Lo que tomaste la otra noche no es nada todavía. Cualquiera puede con eso. Pero sólo el brujo puede tomar las partes más hondas. No puedo decirte qué hacen porque todavía no sé si ella irá a tomarte. Hay que esperar.

-¿Cuándo me dirá, entonces?

-Cuando tu planta crezca y dé semilla.

-Si cualquiera puede tomar la primera parte, ¿para qué se usa?

-Diluida, es buena para todas las cosas de la hombría: gente vieja que ha perdido el vigor, o jóvenes que buscan aventuras, o hasta mujeres que quieren pasión.

-Dijo usted que la raíz se usa sólo para el poder, pero veo que también se usa para otras cosas aparte del poder. ¿Estoy en lo cierto?
Me miró durante un rato muy largo, con una mirada firme que me hizo sentir incómodo. Sentí que mi pregunta lo había enojado, pero no podía comprender por qué.

-La yerba se usa sólo para el poder -dijo finalmente con tono seco, severo-. El hombre que quiere recobrar su vigor, la gente joven que busca soportar la fatiga y el hambre, el hombre que quiere matar a otro hombre, la mujer que quiere estar caliente: todos desean poder. ¡Y la yerba se lo da! ¿Sientes que la quieres? -preguntó tras una pausa.

-Siento un vigor extraño -dije, y era verdad. Lo había advertido al despertar y lo sentía entonces. Era una sensación muy peculiar de incomodidad, de amargura; todo mi cuerpo se movía y se estiraba con ligereza y fuerza inusitadas. Tenía comezón en los brazos y en las piernas. Mis hombros parecían henchirse; los músculos de mi espalda y de mi cuello me hacían sentir deseos de empujar árboles o frotarme contra ellos. Me sentía capaz de demoler un muro.

No dijimos más. Estuvimos un rato sentados en el zaguán. Noté que don Juan se estaba quedando dormido; cabeceó un par de veces y luego, sencillamente, estiró las piernas, se acostó en el piso con las manos tras la cabeza y se durmió. Me levanté y fui detrás de la casa, donde quemé mi energía física extra limpiando la basura; don Juan, recordaba yo, había dicho que le gustaría que yo lo ayudase a limpiar detrás de su casa. Más tarde, cuando él se despertó y vino al traspatio, yo me hallaba más relajado. Nos sentamos a comer, y durante la comida me preguntó tres veces cómo me sentía. Siendo esto una rareza, terminé por preguntar:

-¿Por qué le preocupa cómo me siento, don Juan? ¿Espera que tenga una mala reacción por haber tomado el jugo? Rió. Pensé que se estaba portando como un niño travieso que ha armado una jugarreta e investiga los resultados de vez en cuando. Todavía riendo, dijo:

-No pareces enfermo. Hace rato-hasta me hablaste mal.

-No es cierto, don Juan -protesté-. No recuerdo haberle hablado nunca así. Tomé muy en serio ese punto porque no recordaba haberme sentido molesto con él.

-Saliste en su defensa -dijo.

-¿En defensa de quién?

-Estabas defendiendo a la yerba del diablo. Ya parecías su amante. Yo iba a protestar aún más vigorosamente, pero me contuve.

-De veras no me di cuenta de que estaba defendiéndola.

-Claro que no. Ni siquiera te acuerdas de lo que dijis te, ¿verdad?

-No, no me acuerdo. Tengo que admitirlo.

-Ya ves. Así es la yerba del diablo. Se te cuela como una mujer. Ni siquiera te das cuenta. Todo lo que sabes es que te hace sentirte bien y con poder: los músculos se hinchan de vigor, los puños dan comezón, las plantas de. los pies arden por perseguir a alguien. Cuando un hombre la conoce es cuando de veras se llena de ansias. Mi benefactor decía que la yerba del diablo se queda con los hombres que quieren poder y se deshace de los que no pueden con ella. Pero el poder era más común entonces; se buscaba con más ganas. Mi benefactor era un hombre poderoso y, según lo que me dijo, su benefactor era todavía más dado a buscar poder. Pero en esos días había razón para ser poderoso.

-¿Piensa usted que ya no hay razón para el poder en estos días?

-El poder está bien para ti, ahora. -Eres joven. No eres indio. Acaso la yerba del diablo sea buena en tus manos. Parece que te gustó. Te hizo sentirte fuerte. Yo mismo sentí todo eso. Y sin embargo no me gustó.

-¿Puede decirme por qué, don Juan?

-¡No me gusta su poder! Ya no sirve de nada. En otros tiempos, como aquellos de los que mi benefactor me contaba, había razón para buscar poder. Los hombres realizaban hazañas fenomenales, eran admirados por su fuerza y temidos y respetados por su saber. Mi benefactor me contaba historias de hazañas verdaderamente fenomenales que se realizaron hace mucho, mucho. Pero ahora nosotros, los indios, ya no buscamos ese poder. Hoy en día, los indios usan la yerba para darse friegas. Usan las hojas y las flores para otras cosas; hasta dicen que les curan los granos. Pero no buscan su poder: un poder que actúa como un imán, más potente y más peligroso de manejar cuanto más se ahonda la raíz en la tierra. Cuando uno llega a los cuatro
metros -dicen que algunos han llegado- encuentra el sitio del poder permanente, poder sin fin. Muy pocos seres humanos han hecho esto en el pasado, y nadie lo hace hoy. Te lo digo, nosotros los indios ya no necesitamos el poder de la yerba del diablo. Creo que poco a poco he mos perdido el interés, y ahora el poder ya no importa. Yo mismo no lo busco, y sin embargo una vez, cuando tenía tu edad, también sentía por dentro su hinchazón. Me sentía como tú te sentiste hoy, sólo que quinientas veces más fuerte. Maté a un hombre con un solo golpe de mi brazo. Podía aventar peñascos, peñascos enormes que ni veinte hombres podían mover. Una vez salté tan alto que tronché las copas de los árboles más altos. ¡Pero todo eso fue de ba lde! Lo único que hacía era asustar a los indios: nada más a los indios. Los demás, que no sabían nada de eso, no lo creían. Veían un indio loco, o bien algo que se movía en las copas de los árboles. Estuvimos callados largo tiempo. Yo necesitaba decir algo.

-Era distinto cuando había gente en el mundo -prosiguió-, gente que sabia que, un hombre podía convertirse en león de montaña o en pájaro, o que un hombre podía volar así nomás. Por eso ya no uso la yerba del diablo. ¿Para qué? ¿Para asustar a los indios?

Y lo vi triste, y una honda simpatía me llenó. Quise decirle algo, aunque fuera una perogrullada,

-Tal vez, don Juan, ése sea el destino de todos los hombres que quieren saber.

-Tal vez -dijo suavemente.

Jueves, 23 de noviembre, 1961

Al llegar en el auto, no vi a don Juan sentado en su za guán. Eso me pareció extraño. Lo llamé en voz alta y su nuera salió de la casa.

-Está adentro -dijo.

Resultó que don Juan se había dislocado el tobillo varias semanas antes. Había hecho su propio enyesado remojando tiras de tela en una papilla de cacto y hueso molido. Las tiras, atadas estrechamente en torno del tobillo, habían formado al secarse un molde ligero, ajustado. Tenía la dureza del yeso, pero no su amplitud de volumen.

-¿Cómo pasó? -pregunté.
La nuera, una yucateca, que lo estaba atendiendo, me contestó,

-Fue un accidente. ¡Se cayó y casi se rompe el pie!
Don Juan rió y esperó que la mujer saliera de la casa antes de responder.

-¡Qué accidente ni qué nada! Tengo cerca una enemiga. ¡La Catalina! Me empujó en un momento de debilidad y yo caí.

-¿Por qué hizo eso ella?

-Porque quería matarme, por eso.

-¿Estuvo aquí con usted?

-¡Sí!

-¿Por qué la dejó entrar?

-Yo no la dejé. Ella entró volando,

-¡Cómo dice!

-Es chanate. Y muy buena para eso. Me cogió desprevenido. Ha estado tratando de acabarme desde hace mucho. Esta vez anduvo muy cerca.

-¿Dijo usted que es un chanate? Digo, ¿es la Catalina un pájaro?

-Ahí vas otra vez con tus preguntas. ¡Es un chanate! Igual que yo soy un cuervo. ¿Soy un hombre o un pájaro?

Soy un hombre que sabe cómo volverse pájaro. Pero hablando otra vez de la Catalina: ¡es una bruja del demonio! Su intención de matarme es tan fuerte que a duras penas logré quitármela de encima. El chanate se metió hasta mi casa y no pude detenerlo.

-¿Puede usted convertirse en pájaro, don Juan?

-¡Sí! Pero eso es algo que veremos después.

-¿Por qué quiere matarlo?

-Oh, hay un viejo problema entre nosotros. Se pasó de la raya, y ahora parece que tendré que acabar con ella antes de que ella acabe conmigo.

-¿Va usted a usar brujería? -pregunté con gran expectación.

-No seas tonto. Ninguna brujería trabajaría contra ella. ¡Tengo otros planes! Algún día te los diré.

-¿Puede su aliado protegerlo de ella?

-¡No! El humito nada más me dice qué hacer. Luego yo debo protegerme solo.

-¿Y Mescalito? ¿Puede protegerlo de ella?

-¡No! Mescalito es un maestro, no un poder que se use por motivos personales.

-¿Y la yerba del diablo?

-Ya te dije que debo protegerme solo, siguiendo las indicaciones de mi aliado el humito. Y hasta donde yo sé, el humito puede hacer cualquier cosa. Si quieres saber de lo que sea, el humo te dice. Y no sólo te da conocimiento, sino también los medios para proseguir. Es el aliado más maravilloso que un hombre pueda tener.

-¿Es el humito el mejor alia do posible para todo el mundo?

-Todos nosotros no somos iguales. Muchos le tienen miedo y no lo tocan, ni siquiera se le acercan. El humito es como todo lo demás; no se hizo para todos nosotros.

-¿Qué clase de humo es, don Juan?

-¡El humo de los adivinos! -había en su voz una reverencia perceptible; un estado de ánimo que yo nunca había notado anteriormente,

-Empezaré por decirte exactamente lo que me dijo mi benefactor cuando empezó a enseñarme acerca de él. Aunque en ese entonces, igual que tú ahora, yo no tenía modo de entender. "La yerba del diablo es para los que quieren poder. El humito es para los que quieren observar y ver." Y en mi opinión, el humito no tiene rival, Una vez que un hombre entra en su campo, todos los otros poderes están a su disposic ión. ¡Es magnífico! Y por supuesto, requiere una vida entera. Años nada más para familiarizarse con sus dos partes vitales: la pipa y la mezcla de fumar. La pipa me la dio mi benefactor, y después de tantos años de acariciarla se ha vuelto mía. Se ha hecho a mis manos. Pasarla a tus manos, por ejemplo, será una verdadera faena para mí, y una gran hazaña para ti, ¡si salimos con bien! La pipa sentirá la tensión de que alguien más la manosee, y si alguno de nosotros comete un error no habrá manera de evitar que la pipa se parta sola por su propia fuerza o se escape de nuestras manos para romperse, aunque se caiga en un montón de paja. Si eso llega a suceder, será el fin de los dos. Sobre todo el mío. El humito se volvería contra mí en formas increíbles.

-¿Cómo podría volverse contra usted si es su aliado?

Mi pregunta pareció alterar el curso de sus pensamientos. Pasó largo rato sin hablar. La dificultad de los ingredientes -prosiguió de súbito- hace a la mezcla de fumar una de las sustancias más peligrosas que conozco. Nadie puede prepararla sin que le enseñen. ¡Es veneno mortal para cualquiera que no sea el protegido del humito! La pipa y la mezcla deben tratarse con extremo cuidado. Y el hombre que trata de aprender debe prepararse llevando una vida dura, tranquila. Los efectos son tan terribles que sólo un hombre fuerte puede soportar la más pequeña fumada. Al principio todo es aterrador y confuso, pero cada fumada define más las cosas. ¡Y de pronto el mundo se abre de nuevo! ¡Increíble! Cuando esto sucede, el humito se ha hecho aliado de uno y le resolverá cualquier problema permitiéndole entrar en mundos inconcebibles.

"Esta es la mayor propiedad del humito, su mayor don. Y lleva a cabo su función sin dañar en lo más mínimo. ¡Yo llamo al humito un verdadero aliado!"

Como de costumbre, estábamos sentados frente a su casa, donde el suelo de tierra está siempre limpio y bien apisonado. Don Juan se levantó de pronto y entró en la casa. Tras unos momentos regresó con un bulto angosto y volvió a sentarse.

-Esta es mi pipa -dijo.

Se inclinó hacia mí para mostrarme una pipa que sacó de una funda de lienzo verde. Medía unos veintidós o veinticinco centímetros. El tallo era de madera rojiza, sencillo, sin ornamentación. El cuenco parecía también de madera, y era un poco voluminoso en comparación con el delgado tallo. Tenía un acabado pulido y era de color gris oscuro, casi del color del carbón. Don Juan sostuvo la pipa frente a mi cara Pensé que me la estaba entregando. Alargué la mano para tomarla, pero él la apartó rápidamente,

-Esta pipa me la dio mi benefactor -dijo-. A su tiempo yo te la pasaré a ti. Pero primero debes conocerla. Cada vez que vengas te la daré. Empieza por tocarla. Agárrala un rato muy corto, al principio, hasta que tú y la pipa se acostumbren el uno al otro. Luego métela en tu bolsa, o acaso en tu camisa. Y finalmente póntela en la boca. Todo esto se hace poco a poco, despacio y con tiento. Cuando la amistad está hecha, fumas en ella. Si sigues mi consejo y no te apuras, a lo mejor el humito se hace también tu aliado preferido. Me entregó la pipa, pero sin soltarla. Alargué hacia ella el brazo derecho.

-Con las dos manos -dijo él.
Toqué la pipa con ambas manos durante un momento muy breve. No me la acercó lo suficiente para asirla, sino sólo lo bastante para tocarla, Luego la apartó,

-El primer paso es que la pipa te guste. ¡Eso lleva tiempo!

-¿Puedo yo disgustar, a la pipa, don Juan?

-No. No puedes disgustarle, pero debes aprender a que te guste para que, cuando te llegue la hora de fumar, la pipa te ayude a no tener miedo.

-¿Qué fuma usted, don Juan?

-¡Esto!
Abrió el cuello de su camisa dejando ver una bolsita que llevaba colgada como un medallón. La sacó, la desató, y con mucho cuidado virtió parte del contenido en la palma de su mano. Hasta donde pude ver, la mezcla parecía hojas de té finamente deshebradas cuyo color variaba del café oscuro al verde claro, con unas cuantas pizcas de amarillo brillante. Reintegró la mezcla a la bolsa, cerró la bolsa, la ató con una tirilla de cuero y la puso nuevamente bajo su camisa.

-¿Qué clase de mezcla es?

-Lleva muchas cosas. Conseguir todos los ingredientes es empresa muy difícil. Hay que viajar lejos. Los honguitos que se necesitan para preparar la mezcla crecen sólo en ciertas épocas del año, y sólo en ciertos sitios.

-¿Tiene usted una mezcla diferente para cada tipo de ayuda que necesita?

-¡No! Sólo hay un humito, y no hay otro como él.
Señaló la bolsa colgada contra su pecho y alzó la pipa que descansaba entre sus piernas.

-¡Estas dos son una! Una no puede ir sin la otra. Esta pipa y el secreto de esta mezcla pertenecían a mi benefactor. A él se los entregaron en la misma forma en que mi bene factor me los dio a mi. Aunque la mezcla es difícil de preparar, uno puede volver a abastecerse. El secreto está en los ingredientes, y en la manera como se tratan y se mezclan. En cambio, la pipa es para toda la vida. Debe tratársela con cuidado infinito. Es resistente y fuerte, pero nunca hay que golpearla ni hacerla rodar de aquí para allá. Hay que manejarla con las manos secas, nunca cuando las manos están sudadas, y nada más debe usarse cuando se esté a solas. Y nadie, absolutamente nadie debe verla nunca, a menos que uno quiera dársela a alguien. Así me enseñó mi benefactor, y así he tratado a la pipa toda mi vida.

-¿Qué pasaría si usted perdiera o rompiera la pipa?
Meneó la cabeza, muy lentamente, y me miró.

-¡Me moriría!

-¿Son como la suya todas las pipas de los brujos?

-No todos tienen pipas como la mía. Pero conozco algunos que sí.

-¿Puede usted mismo hacer una pipa como ésta, don Juan? -insistí-. Suponga que no la tuviera: ¿cómo podría darme una si quisiera?

-Si no tuviera la pipa, no podría ni querría darla. Te darla cualquier otra cosa. Parecía algo hosco conmigo. Metió con mucho cuidado la pipa en la funda, que debía de estar forrada de algún material suave, pues la pipa, que encajaba con justeza, se deslizó fácilmente al interior. Don Juan entró en la casa para guardar su pipa.

-¿Está usted enojado conmigo, don Juan? -le pregunté cuando volvió. Pareció sorprenderse de mi pregunta.

-¡No! ¡Nunca me enojo con nadie! Ningún ser huma no puede hacer nada lo bastante importante para enojarme. Uno se enoja con la gente cuando siente que sus actos son importantes. Yo ya no siento eso.

PRIMERA PARTE (capítulo III)

continuación del libro: "LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN"


Pasaron más de dos años entre el tiempo en que don Juan decidió instruirme acerca de los poderes aliados y el tiempo en que me consideró listo para aprender sobre ellos en la forma pragmática y partícipe que él consideraba aprendizaje; en dicho lapso definió gradualmente las características generales de los dos aliados en cuestión. Me preparó para el corolario indispensable de todas las verbalizaciones y la consolidación de todas las enseñanzas: los
estados de realidad no ordinaria.

Al principio, se refería de un modo muy casual a los poderes aliados. Las primeras menciones, en mis notas, están intercaladas entre otros temas de conversación:

Miércoles, 23 de agosto, 1961

-La yerba del diablo [toloache] era el aliado de mi bene factor. Podría haber sido también el mío, pero no me gustó.

-¿Por qué no le gustó la yerba del diablo, don Juan?

-Tiene una desventaja seria.

-¿Es inferior a otros poderes aliados?

-No. No me estás entendiendo. La yerba del diablo es tan poderosa como el mejor de los aliados, pero tiene algo que a mí en lo personal no me gusta.

-¿Me puede decir qué es?

-Malogra a los hombres. Los hace probar el poder demasiado pronto, sin fortificar sus corazones, y los hace dominantes y caprichosos. Los hace débiles en medio de gran poder.

-¿No hay alguna manera de evitarlo?

-Hay una manera de superar todo esto, pero no de evitarlo. Quien se hace aliado de la yerba debe pagar ese precio.

-¿Cómo puede uno superar ese efecto, don Juan?

-La yerba del diablo tiene cuatro cabezas: la raíz, el tallo y las hojas, las flores, y las semillas. Cada una es diferente, y quien se haga su aliado tiene que aprenderlas en ese orden. La cabeza más importante está en las raíces. El poder de la yerba del diablo se conquista por las raíces. El tallo y las hojas son la cabeza que cura enfermedades; bien usada, esta cabeza es un don a la humanidad. La tercera cabeza está en las flores y se usa para volver locos a los hombres, o para hacerlos obedientes, o para ma tarlos. El hombre que tiene a la yerba de aliado nunca tor na las flores, ni tampoco toma el tallo y las hojas, a no ser que esté enfermo, pero las raíces y las semillas se toman siempre, sobre todo las semillas: son la cuarta cabe za de la yerba del diablo, y la más poderosa de todas.

"Mi benefactor decía que las semillas son la 'cabeza sobria': la única parte capaz de fortificar el corazón del hombre. La yerba del diablo es dura con sus protegidos, decía él, porque busca matarlos aprisa, y por lo común lo logra antes de que puedan llegar a los secretos de la 'cabeza sobria'. Sin embargo, por ahí dicen que hubo hombres que averiguaron los secretos de la cabeza sobria. ¡Qué prueba para un hombre de conocimiento!"

-¿Averiguó su benefactor tales secretos?

-No, él no.

-¿Conoce usted a alguien que lo haya hecho?

-No. Pero vivieron en un tiempo en que ese saber era importante.

-¿Conoce a alguien que sepa de gente así?

-No, yo no.

-¿Conocía a alguien su benefactor?

-El sí,

-¿Por qué no llegó su benefactor a los secretos de la cabeza sobria?

-Domar la yerba del diablo para hacerla un aliado es una de las tareas más difíciles que conozco. Ella y yo, por ejemplo, jamás nos hicimos alianza, quizá porque nunca le tuve cariño.

-¿Puede usted usarla todavía como aliado, aunque no le tenga cariño?

-Puedo, sólo que prefiero no hacerlo. Tal vez contigo sea diferente.

-¿Por qué se llama yerba del diablo?
Don Juan hizo un gesto de indiferencia, alzó los hombros y permaneció callado algún tiempo. Finalmente dijo que "yerba del diablo" era su nombre de leche. Había, añadió, otros nombres para la yerba del diablo, pero no debían usarse porque el pronunciar un nombre era asunto serio, sobre todo si uno estaba aprendiendo a domar un poder aliado. Le pregunté por qué el pronunciar un nombre era cosa tan grave. Dijo que los nombres se reservaban para usarse sólo
al pedir ayuda, en momentos de gran apuro y necesidad, y me aseguró que tales momentos ocurren tarde o temprano en la vida de quien busca el conocimiento.

Domingo, 3 de septiembre, 1961

Hoy en la tarde don Juan recogió del campo dos plantas Datura. Inesperadamente trajo a colación el terna de la yerba del diablo, y luego me pidió acompañarlo a los cerros a bus car una. Fuimos en coche hasta las montañas cercanas. Saqué de la cajuela una pala y nos adentramos por una de las caña das. Caminamos bastante rato, vadeando el chaparral que crecía denso en la tierra suave, arenosa. Don Juan se detuvo junto a una planta pequeña con hojas de color verde oscuro y flores grandes, blancuzcas, acampanadas.

-Esta -dijo.

Inmediatamente empezó a cava r. Traté de ayudarlo, pero él me rechazó con una vigorosa sacudida de cabeza y siguió cavando un hoyo circular en torno a la planta: un hoyo de forma cónica, hondo hacia el borde exterior, con un montículo en el centro del círculo. Dejando de cavar, se arrodilló cerca del tallo y limpió con los dedos la tierra suave en torno, descubriendo unos diez centímetros de una raíz grande, tuberosa, bifurcada, cuyo grosor contrastaba marcadamente con el del tallo, que parecía frágil por compa ración.

Don Juan me miró y dijo que la planta era "macho" porque la raíz se bifurcaba desde el punto exacto en que se unía al tallo. Luego se levantó y echó a andar buscando algo.

-¿Qué busca usted, don Juan?

-Quiero hallar un palo.
Empecé a mirar en torno, pero él me detuvo.

-¡Tú no! Tú siéntate allí -señaló unas rocas como a seis metros de distancia-. Yo lo encontraré. Volvió tras un rato con una rama larga y seca. Usándola a manera de coa, aflojó cuidadosamente la tierra a lo largo de los dos ramales divergentes de la raíz. Limpió en torno a ellos hasta una profundidad aproximada de medio metro. Cuanto más ahondaba, más apretada estaba la tierra, hasta el punto de ser prácticamente impenetrable a la vara. Dejó de cavar y se sentó a recobrar el aliento. Me senté junto a él. Pasamos largo rato sin hablar.

-¿Por qué no la saca usted con la pala? -pregunté.

-Podría cortar y dañar a la planta. Tuve que conseguirme un palo de este sitio para que así, en caso de pegarle a la raíz, el daño no fuera tanto como el que haría una pala o un objeto extraño.

-¿Qué clase de palo trajo usted?

-Cualquier rama seca de paloverde es buena. Si no hay ramas secas, tienes que cortar una fresca.

-¿Pueden usarse las ramas de cualquier otro árbol?

-Ya te dije: sólo de paloverde y de ningún otro.

-¿Por qué, don Juan?

-Porque la yerba del diablo tiene muy pocos amigos, y el paloverde es el único árbol de por aquí que se lleva bien con ella: lo único que prende. Si dañas la raíz con una pala, no crecerá cuando la vuelvas a plantar, pero si la lastimas con un palo de ésos, lo más probable es que ni lo sienta.

-¿Qué va usted a hacer ahora con la raíz?

-Voy a cortarla. Debes dejarme. Vete a buscar otra planta y espera que te llame.

-¿No quiere que lo ayude?

-¡Sólo puedes ayudarme si te lo pido!
Alejándome, empecé a buscar otra planta, combatiendo el fuerte deseo de rondar a hurtadillas y observar a don Juan. Tras un rato se me unió.

-Ahora vamos a buscar la hembra -dijo.
-¿Cómo los distingue usted?

-La hembra es más alta y crece por encima del suelo, así que realmente parece un arbolito. El macho es grande y se extiende cerca del suelo y más parece un matorral espeso. Cuando saquemos a la hembra verás que la raíz se hunde por un buen trecho antes de hacerse horcón. El macho, en cambio, tiene el horcón de la raíz pegada al tallo.

Buscamos juntos por el campo de daturas. Luego, señalando una planta, dijo: "Esa es hembra." Y procedió a cavar en torno de ella como había hecho antes. Apenas descubrió la raíz pude ver que ésta se ajustaba a su predicción. Lo dejé nuevamente cuando se disponía a cortarla.

Al llegar a su casa, abrió el bulto donde había puesto las daturas. Sacó primero la más grande, el macho, y la lavó en una amplia bandeja de metal. Limpió cuidadosamente toda la tierra de la raíz, el tallo y las hojas. Después de esa limpieza minuciosa, separó el tallo de la raíz haciendo una incisión superficial en torno a su juntura con un cuchillo corto y serrado, y quebrando la planta por allí. Tomó el tallo y separó cada una de sus partes haciendo montones individuales con las hojas, las flores y las espinosas vainas de semilla. Tiró cuanto estaba seco o comido de gusanos, y conservó sólo las partes intactas. Unió ambos ramales de la raíz atándolos con dos trozos de cordel, los quebró por la mitad tras hacer un corte superficial en la juntura, y obtuvo dos pedazos de raíz de igual tamaño.

Luego tomó un trozo de arpillera áspera y colocó en él los dos pedazos de raíz atados; encima puso las hojas en un montón ordenado, luego las flores, las vainas y el tallo. Dobló la arpillera e hizo un nudo con las puntas. Repitió exactamente los mismos pasos con la otra planta, la hembra, sólo que al llegar a la raíz, en vez de cortarla, dejó intacta la horqueta, como una letra Y invertida. Luego puso todos los pedazos en otro bulto de tela. Cuando ter minó, ya había oscurecido.