miércoles, 3 de noviembre de 2010

LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN


una forma yaqui de conocimiento

CARLOS CASTANEDA




DURANTE el verano de 1960, siendo estudiante de antropología en la Universidad de California, los Ángeles, hice varios viajes al suroeste para recabar información sobre las plantas medicinales usadas por los indios de la zona. Los hechos que aquí describo empezaron durante uno de mis viajes. Esperaba yo un autobús Greyhound en un pueblo fronterizo, platicando con un amigo que había sido mi guía y ayudante en la investigación. De pronto se inclinó hacia mí y dijo que el hombre sentado junto a la ventana, un indio viejo de cabello blanco, sabía mucho de plantas, del peyote sobre todo. Pedía mi amigo presentarme a ese hombre.

Mi amigo lo saludó, luego se acercó a darle la mano. Después de que ambos hablaron un rato, mi amigo me hizo seña de unírmeles, pero inmediatamente me dejó solo con el viejo, sin molestarse siquiera en presentarnos. El no se sintió incomodado en lo más mínimo. Le dije mi nombre y él respondió que se llamaba Juan y que estaba a mis órdenes. Me hablaba de "usted". Nos dimos la mano por iniciativa mía y luego permanecimos un tiempo callados. No era un silencio tenso, sino una quietud natural y relajada por ambas partes. Aunque las arrugas de su rostro moreno y de su cuello revelaban su edad, me fijé en que su cuerpo era ágil y musculoso.

Le dije que me interesaba obtener informes sobre plantas medicinales. Aunque de hecho mi ignorancia con respecto al peyote era casi total, me descubrí fingiendo saber mucho, e incluso
insinuando que tal vez le conviniera platicar conmigo. Mientras yo parloteaba así, él asentía despacio y me miraba, pero sin decir nada. Esquivé sus ojos y terminamos por quedar los dos en silencio absoluto. Finalmente, tras lo que pareció un tiempo muy largo, don Juan se levantó y miró por la ventana. Su autobús había llegado. Dijo adiós y salió de la terminal. Me molestaba haberle dicho tonterías, y que esos ojos notables hubieran visto mi juego. Al volver, mi amigo trató de consolarme por no haber logrado algo de don Juan. Explicó que el viejo era a menudo callado o evasivo; pero el efecto inquietante de ese primer encuentro no se disipó con facilidad.

Me propuse averiguar dónde vivía don Juan, y más tarde lo visité varias veces. En cada visita intenté llevarlo a ha blar del peyote, pero sin éxito. No obstante, nos hicimos muy buenos
amigos, y mi investigación científica fue relegada, o al menos reencaminada por cauces que se
hallaban mundos aparte de mi intención original.

El amigo que me presentó a don Juan explicó más tarde que el viejo no era originario de Arizona, donde nos conocimos, sino un indio yaqui de Sonora. Al principio vi a don Juan simplemente, como un hombre algo peculiar que sabía mucho sobre el peyote y que hablaba el español notablemente bien. Pero la gente con quien vivía lo consideraba dueño de algún "saber secreto", lo creía "brujo". Como se sabe, la palabra denota esencialmente a una persona que, posee poderes extraordinarios, por lo general malignos. Después de todo un año de conocernos, don Juan fue franco conmigo. Un día me explicó que poseía ciertos conocimientos recibidos de un maestro, un "benefactor como él lo llamaba, que lo había dirigido en una especie de aprendizaje.

Don Juan, a su vez, me había escogido como aprendiz, pero me advirtió que yo debería comprometerme a fondo, y que el proceso era largo y arduo. Al describir a su maestro, don Juan usó la palabra "diablero". Más tarde supe que ése es un término usado sólo por los indios de Sonora. Denota a una persona malvada que practica la magia negra y puede transformarse en animal: en pájaro, perro, coyote o cualquier otra criatura. En una de mis visitas a Sonora tuve una experiencia peculiar que ilustraba el sentir de los indios hacia los diableros. Iba yo conduciendo un auto de noche, en compañía de dos amigos indios, cuando vi a un animal, al parecer un perro, cruzar la carretera. Uno de mis compañeros dijo que no era un perro, sino un coyote enorme. Disminuí la velocidad, y me acerqué a la cuneta para verlo bien. Permaneció unos cuantos segundos más al alcance de los faros y luego corrió a adentrarse en el chaparral. Era sin duda un coyote, pero del doble de l tamaño ordinario.

Hablando excitadamente, mis amigos convinieron en que era un animal muy fuera de lo común,
y uno de ellos indicó que podía tratarse de un diablero. Decidí relatar aquella experiencia para interrogar a los indios de aquella zona sobre sus creencias en cuanto a la existencia de los diableros. Hablé con muchas personas, contando la anécdota y haciendo preguntas. Las tres conversaciones siguientes indican sus creencias al respecto.

-¿Crees que era un coyote, Choy? -pregunté a un joven después de que oyó la historia.

-Quién sabe. Un perro, de seguro. Demasiado grande para coyote.

-¿Crees que pudo ser un diablero?

-Esos son puros cuentos. Esas cosas no existen.

-¿Por qué dices eso, Choy?

-La gente se imagina cosas. Te apuesto a que si hubieran cogido al animal habrían visto que
era un perro. Una vez tenía yo que hacer un trabajo en otro pueblo, y me levanté antes del
amanecer y ensillé un caballo. De ida, me encontré en el camino con una sombra oscura que
parecía un animal enorme. Mi caballo se encabritó y me tiró de la silla. Yo también casi me
muero del susto, pero resultó que la sombra era una mujer que iba caminando al pueblo.

-¿O sea, Choy, que no crees que existan los diableros?

-¡Diableros! ¿Qué es un diablero? ¡Dime qué es un diablero!

-No sé, Choy. Manuel iba conmigo esa noche y dijo que el coyote podría haber sido un
diablero. ¿Tú no puedes decirme qué es un diablero?

-Dizque un diablero es un brujo que cambia de forma y toma la que quiere. Pero todo el
mundo sabe que eso es puro cuent o. Los viejos de aquí están llenos de historias sobre diableros.
No las vas a hallar entre nosotros los más jóvenes.

-¿Qué clase de animal piensa usted que fue, doña Luz? -pregunté a una mujer de edad madura.

-Eso sólo Dios lo sabe, pero creo que no era un coyote. Hay cosas que parecen coyotes, pero
no son. ¿Iba corriendo el coyote, o estaba comiendo?

-Estuvo inmóvil casi todo el tiempo, pero creo que cuando lo vi al principio estaba comiendo
algo.

-¿Está usted seguro de que no llevaba nada en el hocico?

-A lo mejor sí. Pero dígame, ¿tendría eso algo que ver?

-Sí, si tendría. Si llevaba algo en el hocico, no era un coyote.

-¿Qué era entonces?

-Era un hombre o una mujer.

-¿Cómo se llaman esas personas, doña Luz?
No respondió. La interrogué un rato más, pero sin éxito. Finalmente dijo no saber. Le pregunté
si aquellas personas se llamaban diableros, y respondió que "diablero" era uno de los nombres
que se les daban.

-¿Conoce usted a algún diablero? -pregunté.

-Conocí a una mujer -dijo-. La mataron. Eso pasó cuando yo era niña. Dizque la mujer se
convertía en perra. Y cierta noche una perra entró en la casa de un blanco a robar queso. El
blanco la mató con una escopeta, y en el mismo instante en que la perra murió en la casa del
blanco, la mujer murió en su choza. Sus parientes se juntaron y fueron al blanco a exigirle pago.
El blanco les pagó buen dinero por haber matado a la mujer.

-¿Cómo pudieron exigirle pago si sólo mató un perro?

-Dijeron que el blanco sabía que no era perro, porque había otros hombres con él y todos
vieron que el animal se paró en dos patas, como gente, para alcanzar el queso, que estaba en una bandeja colgada del techo. Los hombres estaban esperando al ladrón porque todas las noches le
robaban queso al blanco. Así que el blanco mató al ladrón sabiendo que no era perro.
-¿Hay muchos diableros en estos días, doña Luz?
-Esas cosas son muy secretas. Dicen que ya no hay diableros, pero yo lo dudo, porque alguien
de la familia del diablero tiene que aprender lo que el diablero sabe. Los dia bleros tienen sus
propias leyes, y una de ellas es que un diablero debe enseñar sus secretos a algún pariente suyo.
-¿Qué cree que era el animal, don Genaro? -pregunté a un hombre muy anciano.
-Un perro de algún rancho de por ahí. ¿Qué otra cosa?
-¡Podría haber sido un diablero!
-¿Un diablero? ¡Está loco! No hay diableros.
-¿Quiere usted decir que ya no hay, o que nunca hubo?
-En un tiempo sí hubo. Es cosa sabida de todos, Pero la gente les tenía mucho miedo y los
mató.
-¿Quién los mató, don Genaro?
-Toda la gente de la tribu. El último diablero que yo conocí fue S . . . Mató docenas, quizá
hasta cientos de personas con su brujería. No podíamos tolerar eso y la gente se juntó y una
noche le cayeron por sorpresa y lo quema ron vivo.

-¿Cuándo fue eso, don Genaro?

-En mil novecientos cuarenta y dos.

-¿Lo vio usted?

-No, pero la gente todavía lo comenta. Dicen que no quedaron cenizas, aunque la estaca era de
madera verde. Todo lo que quedó al final fue un gran charco de grasa.

Aunque don Juan tildaba de diablero a su benefactor, nunca mencionó el sitio donde había
adquirido su saber ni identificó a su maestro. De hecho, don Juan revelaba muy poco de su vida
personal. Sólo decía que nació en el suroes te en 1891; que había pasado casi toda su vida en
México; que en 1900 su familia fue exiliada por el gobierno a la parte central del país, junto con
miles de otros indios sonorenses, y que él vivió en el centro y el sur de México hasta 1940, Así,
como don Juan había viajado mucho, su conocimiento podía ser producto de múltiples
influencias. Y aunque se consideraba indio de Sonora, yo no podía tener certeza para catalogar
totalmente su saber en la cultura de los indios sonorenses. Pero no es mi intención determinar
aquí su medio cultural preciso.

En junio de 1961 inicié mi aprendizaje con don Juan. Anteriormente lo había visto en diversas
ocasiones, pero siempre en calidad de observador antropológico. Durante esas primeras
conversaciones, yo tomaba notas en forma encubierta. Luego, confiando en mi memoria,
reconstruía toda la conversación. Pero cuando empecé a participar como aprendiz, tal método
de tomar notas se dificultó mucho, pues nuestras conversaciones se referían a muchos temas diferentes.

Entonces don Juan me permitió -aunque tras de vigorosa protesta- anotar abiertamente cuanto se dijera. También me habría gustado tomar fotos y hacer grabacio nes, pero no quiso permitírmelo. Serví como aprendiz primero en Arizona y después en Sonora, porque don Juan se mudó a México durante el curso de mi preparación. El procedimiento que seguí fue verlo durante unos cuantos días cada determinado tiempo. Mis visitas se hicieron más frecuentes y más largas durante los meses de verano de 1961, 1962, 1963 y 1964. En retrospec tiva, pienso que este método de conducir el aprendizaje impidió que la enseñanza fuera completa, porque retrasó la venida del compromiso pleno indispensable para convertirme en brujo. Sin embargo, el método fue benéfico desde mi punto de vista personal, porque me dio un poco de distancia, y eso
fomentó a su vez un sentido de examen crítico que habría sido imposible de lograr si yo hubiera participado continuamente, sin interrupción. En septiembre de 1965 interrumpí voluntariamente el aprendizaje.

Varios meses después de mi retirada, medité por primera vez en la idea de ordenar sistemáticamente mis notas de campo. Como los datos que había reunido eran bastante
voluminosos e incluían mucha información miscelánea, empecé por tratar de establecer un sistema de clasificación. Dividí los datos en grupos de conceptos y procedimientos interrelacionados y dispuse tales grupos en orden jerárquico de importancia subjetiva, es decir, de acuerdo con el efecto que cada uno había tenido sobre mí. En esa forma llegué a la siguiente clasificación: usos de plantas alucinógenas; procedimientos y fórmulas empleados en la brujería; adquisición y manipulación de objetos de poder; usos de plantas medicinales; canciones y leyendas.

Reflexionando sobre los fenómenos experimentados, advertí que mi intento de clasificación no había producido sino un inventario de categorías; cualquier intento de refinar mi plan no daría, por tanto, sino un inventario más complejo. Eso no era lo que yo deseaba. Durante los meses siguientes a mi abandono del aprendizaje, necesité comprender lo que había experimentado, y lo que había experimentado era la enseñanza de un sistema coherente de creencias por medio de un método pragmático y experimental. Desde la primera sesión en que participé, se me había hecho ma nifiesto que las enseñanzas de don Juan poseían cohesión interna. Una vez decidido definitivamente a comunicarme su saber, procedió a hacer sus explicaciones por pasos orde nados. Descubrir ese orden y comprenderlo resultó para mí una tarea en extremo difícil.

Mi incapacidad de lograr una comprensión parece haber nacido del hecho de que, tras cuatro años como aprendiz, seguía siendo un principiante. Resultaba claro que el conocimiento de don Juan y su método de trasmitirlo eran los de su benefactor; así, mis dificultades para comprender sus enseñanzas debieron de ser análogas a las que él mismo experimentó. Don Juan aludía a nuestra similitud como principiantes en comentarios incidentales sobre la incapacidad de
comprender a su maestro durante su propio aprendizaje. Tales observaciones me llevaron a creer que para cualquier principiante, indio o no, el conocimiento de la brujería se hacía incomprensible por las características extranjeras de los fenómenos que el aprendiz experimentaba. Personalmente, como occidental, dichas características me resultaron tan ajenas que me fue prácticamente imposible explicarlas según mi propia vida cotidiana, y me vi forzado a concluir que sería inútil cualquier intento de clasificar mis datos de campo en mis propios términos.

Así se hizo obvio que el saber de don Juan debía ser examinado como él mismo lo comprendía; sólo en esos términos podría manifestarse en forma convincente. Sin embargo, al tratar de reconciliar mis puntos de vista con los de don Juan advertí que, cuando trataba de explicarme su saber, usaba siempre conceptos que lo hicieran "inteligible". Como esos conceptos eran ajenos a mí, tratar de comprender los conocimientos de don Juan como él los comprendía me colocaba en otra posición insostenible. Por tanto, mi primera tarea era determinar el orden de conceptualización empleado por don Juan. Trabajando en ese sentido, vi que él mismo había hecho hincapié particular en cierto terreno de sus enseñanzas: específicamente, los usos de plantas alucinógenas. Sobre la base de este descubrimiento, revisé mi propio esquema de categorías.

Don Juan usó, por separado y en distintas ocasiones, tres plantas alucinógenas: peyote (Lophophora williamsii), toloache (Datura inoxia syn. D. meteloicles) y un hongo (posiblemente Psilocybe mexicana). Desde antes de su contacto con europeos, los indios americanos conocían las propiedades alucinógenas de estas tres plantas. A causa de sus propiedades, han sido muy usadas por placer, para curar, en la brujería, y para alcanzar un
estado de éxtasis.

En el contexto específico de sus enseñanzas, don Juan relacionaba el uso de la Datura inoxia y la Psilocybe mexicana con la adquisición de poder, un poder que él llamaba un "aliado". Relacionaba el uso de la Lophophora williamsii con la adquisición de sabiduría, o conocimiento de la buena manera de vivir.

La importancia de las plantas consistía, para don Juan, en su capacidad de producir etapas de percepción peculiar en un ser humano. Así, me guió al experimentar una serie de tales etapas
con el propósito de exponer y validar su conocimiento. Las he llamado "estados de realidad no ordinaria", en el sentido de realidad inusitada contrapues ta a la realidad ordinaria de la vida
cotidiana. La distinción se basa en el significado inherente a los estados de realidad no ordinaria. En el contexto del saber de don Juan se consideraban reales, aunque su realidad se diferenciaba de la realidad ordinaria.

Don Juan consideraba los estados de realidad no ordinaria como única forma de aprendizaje pragmático y único medio de adquirir el poder. Daba la impresión de que otras partes de sus enseñanzas eran incidentales a la adquisición de poder. Este punto de vista permeaba la actitud de don Juan hacia todo lo que no estaba conectado directamente con los estados de realidad no ordinaria. A través de mis notas de campo hay referencias dispersas al sentir de don Juan. Por ejemplo, en una conversación insinuó que algunos objetos poseen en sí mismos cierta cantidad de poder. Aunque él en lo particular no tenía ninguna respeto por los objetos de poder, decía que los brujos menores a me nudo se valían de ellos. Le pregunté frecuentemente sobre esos objetos, pero pareció no tener interés en discutirlos. Sin embargo, cuando el tema se trajo a colación. en otra oportunidad, consintió, con renuencia en hablar de ellos.

-Hay ciertos objetos empapados de poder -dijo-. Hay cantidades de objetos así cultivados por
hombres poderosos con ayuda de espíritus amigos. Estos objetos son herramientas; no son herramientas comunes, sino herramientas de muerte. Pero no son más que objetos; no tienen poder de enseñar. Hablando con propiedad, están en el terreno de los objetos de guerra; están hechos para la lucha; están hechos para matar, cuando se los arroja.

-¿Qué clase de objetos son, don Juan?

-No son en realidad objetos; más bien son modos de poder.

-¿Cómo puede uno obtener esos modos de poder, don Juan?

-Depende de la clase de objeto que quieras.

-¿Cuántas clases de objetos hay?

-Ya te dije, docenas. Cualquier cosa puede ser un obje to de poder.

-Bueno, entonces, ¿cuáles s on los más poderosos?

-El poder de un objeto depende de su dueño, de la clase de hombre que sea. Un objeto de
poder cultivado por uno de esos brujos de mala muerte es una idiotez; en cambio, un brujo
fuerte y poderoso da su fuerza a sus herramientas.

-¿Cuáles son entonces los objetos de poder más comunes? ¿Cuáles prefieren la mayoría de los
brujos?

-No hay preferencias. Todos son objetos de poder, todos son lo mismo,

-¿Usted tiene alguno, don Juan?

No respondió; sólo me miró y se echó a reír. Permane ció callado largo rato, y pensé que mis
preguntas lo molestaban.

-Hay limites para esos modos de poder -prosiguió-. Pero de esto yo tengo la seguridad que no
entiendes ni una palabra. A mi me ha llevado casi una vida entender que, por sí solo, un aliado
puede revelar todos los secretos de esos poderes menores y volverlos cosa de niños. Yo tuve
herramientas así en un tiempo, cuando era muy joven.

-¿Qué objetos de poder tenía usted?

-Maíz pinto, cristales y plumas.

-¿Qué es el maíz pinto, don Juan?

-Un grano de maíz que tiene una raya de color rojo en la mitad.

-¿Es un solo grano?

-No. Un brujo tiene cuarenta y ocho.

-¿Qué hacen esos granos de maíz, don, Juan?

-Cada uno puede matar a un hombre entrando en su cuerpo.

-¿Y cómo entra en el cuerpo?

-Es un objeto de poder y su poder consiste, entre otras cosas, en entrar en el cuerpo.

-¿Y qué hace cuando entra?

-Se hunde; se acomoda en el pecho o en los intestinos. El hombre se enferma y, a menos que
el brujo que lo atienda sea más fuerte que el que le hizo la brujería, muere tres meses después
del momento en que el grano de maíz le entró en el cuerpo.

-¿Hay alguna manera de curarlo?

-El único modo es sacándole el maicito, pero muy pocos brujos se atreven a hacerlo. Puede
que un brujo logre chuparlo, pero si no es lo bastante fuerte para rechazarlo, el maíz se le mete
en el propio cuerpo y lo mata en lugar del otro.

-Pero ¿cómo logra un grano de maíz entrar en el cuer po de alguien?

-Para explicar eso debo hablarte de la brujería del maíz pinto, que es una de las brujer ías más
poderosas que conozco. La brujería se hace con dos maicitos. A uno se lo esconde en el botón
fresco de una flor amarilla. Luego, a la flor se la deja en algún lugar donde pueda quedar en
contacto con la víctima: en el camino por donde él pase a diario, o en cualquier parte donde
acostumbre llegar. Apenas la víctima pisa la flor, o la toca de cualquier manera, la brujería está
hecha. El maicito pinto se hunde en su cuerpo.

-¿Qué pasa con el grano de maíz después de que el hombre lo toca?

-Todo su poder entra en el hombre, y el grano queda libre. Se convierte en un maíz cualquiera.
Puede dejarse en el sitio de la brujería, o puede barrerse; no importa. Es mejor barrerlo y
echarlo al matorral para que algún pájaro se lo coma.

-¿Puede comérselo un pá jaro antes de que el hombre lo toque?

-No. Ningún pájaro es tan estúpido, te lo aseguro. Los pájaros no se le acercan.
Don Juan describió entonces un procedimiento muy complejo por medio del cual pueden obtenerse tales maíces de poder,

-Debes tener en cuenta que el maíz pinto es un simple instrumento, no un aliado -dijo-. Cuando hayas hecho esa distinción no tendrás problema. Pero si consideras que esas herramientas son supremas, serás un tonto.

-¿Son los objetos de poder tan poderosos como un aliado? -pregunté.
Don Juan rió desdeñoso antes de contestar. Parecía estar esforzándose por tenerme paciencia.

-El maíz pinto, los cristales y las plumas son simples juguetes en comparación con un aliado
-dijo-. Un hombre necesita objetos de poder sólo cuando no tiene un aliado. Buscarlos es perder
el tiempo, sobre todo para ti. Tú deberías tratar de ganarte un aliado; cuando lo logres comprenderás lo que te estoy diciendo ahora. Los objetos de poder son como juego de niños.

-No me entienda mal, don Juan -protesté-. Por supuesto que quiero tener un aliado, pero
también quiero saber todo lo que pueda acerca de los objetos de poder. Usted mismo ha dicho
que saber es poder,

-¡No! -dijo categórico-. El poder depende de la clase de saber que se tenga. ¿De qué sirve saber cosas que no valen la pena?

En el sistema de creencias de don Juan, la adquisición de un aliado significaba exclusivamente la explotación de los estados de realidad no ordinaria que produjo en mí usando plantas alucinógenas. Creía que enfocando dichos estados y omitiendo otros aspectos del saber que él impartía, yo llegaría a una visión coherente de los fenómenos experimentados.

Por tanto, he dividido este libro en dos partes. En la primera, presento selecciones de mis notas de campo, relativas a los estados de realidad no ordinaria que atravesé durante el aprendizaje. Como he ordenado mis notas de acuerdo con la continuidad del relato, no siempre tienen una secuencia cronológica exacta. Nunca describí por escrito un estado de realidad no ordinaria hasta varios días después de haberlo experimentado, cuando ya podía tratarlo con calma y objetividad. En cambio, mis conversaciones con don Juan fueron anotadas conforme ocurrían, inmediatamente después de cada estado de realidad no ordinaria. Por ello, mis informes de estas conversaciones tienen a veces fecha anterior a la descripción completa de una experiencia.
Mis notas de campo revelan la versión subjetiva de lo que yo percibía al atravesar la experiencia. Esa versión se presenta aquí tal como la narraba a don Juan, quien exigía una reminiscencia completa y fiel de cada detalle y un recuento en pleno de cada experiencia. Al anotar dichas experiencias, añadí detalles incidentales, en un intento por recuperar el ámbito total de cada estado de realidad no ordinaria. Quería describir en la forma más completa posible el efecto emotivo que había experimentado.

Mis notas de campo manifiestan asimismo el contenido del sistema de creencias de don Juan. He condensado largas páginas de preguntas y respuestas entre don Juan y yo, con el fin de no reproducir la repetitividad propia de toda conversación. Pero como también quiero reflejar con exactitud el tono general de nuestras conversaciones, he quitado únicamente el diálogo que no aportó nada a mi comprensión de los conocimientos que don Juan me impartía. La información que él me daba era siempre esporádica, y por cada arranque de parte suya había horas de sondeo por la mía. Sin embargo, en muchas ocasiones expuso libremente sus conocimientos.

En la segunda parte de este libro, presento un análisis estructural sacado exclusivamente de los
datos ofrecidos en la primera parte. A través de mi análisis intento cimentar los siguientes argumentos:

1) don Juan presentaba sus enseñanzas como un sistema de pensamiento lógico;
2) el sistema sólo tenía sentido examinado a la luz de sus propias unidades estructurales, y
3) el sistema estaba planeado para guiar al aprendiz a un nivel de conceptualización que explicaba el orden de los fenómenos que había experimentado el mismo aprendiz.




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