sábado, 21 de febrero de 2009

EL GATO Y EL CASINO (entrega dos)

Ya en la calle, caminando a paso largo, su sorpresa, su temor, se transformarían en cólera. Hubiera debido saberlo, todo el barrio debía saberlo, hasta Filú lo sabía... Era allí donde iba Giussepe a jugar la petanca los sábados. ¿Desde cuando? Regresaría a casa de su madre, volvería a su isla, con la gente honrada. La traición no estaba hecha para mujeres como ella. Desde hacía diez años se ocupaba de Giussepe di Stefano, de su casa, de sus asuntos, de su comida y de su cama. desde hacía diez años no había hecho más que obedecerle y tratado de complacerle. ¡Y todo ello para que le mintiera, día y noche, pensando en otra!

Se encontró en la Promenade des Anglais, lugar al que no acudía nunca, caminando con el mismo paso decidido como si, al llegar al mar, pudiera atravesarlo sin mojarse los pies, para regresar a la casa de sus padres. Un silbato impidió que la atropellaran y, volviéndose bruscamente, vio que estaba ante un gran edificio blanco llamado casino, donde al parecer iban los extranjeros a perder sus fortunas y donde incluso los ho,mbres de su barrio sólo se aventuraban con gran prudencia. Vio entrar a una mujer rubia, una mujer bastante mayor que ella, vestida con un pantalón de tela. La vio reír con el portero y desaparecer en la penumbra. Aquella penumbra tenía algo de fascinante, de beige, de gris, con relación a la acera anonadada por el sol y, maquinalmente, subió a su vez los peldaños.

Estaba vestida con sobriedad pero tenía prestancia. Por eso, muy en serio, el portero la guió hasta la gran sala, y siempre sin bromear, después de haberle pedido los documentos, un hombre vestido de negro y con corbata le pregunto cuantas fichas quería. Angela actuaba como en un sueño y solo los pocos filmes vistos en televisión le indicaban el camino a seguir: munca en su vida había arriesgado un franco y solo había probado suerte en la crapette.

Pidió entonces quinientos francos con voz tranquila, tendió el hermoso billete de Giussepe y le dieron a cambio cinco cositas redondas y ridículas, que visiblemente debía ir a poner en la mesa verde, un poco más lejos. Algunos jugadores pensativos y cansados por el calor la rodeaban y pudo observarlos durante unos diez minutos mientras jugaban y aprender sin que los demás le prestaran la menor atención. Tenía las fichas tan apretadas en la mano que sentía correr el sudor en su palma, y molesta, las pasó a la izquierda, se secó la derecha y, aprovechando un silencio total y la detención de la pequeña bola, tan inquieta, tomó uno de esos brillantes objetos y lo depositó con firmeza sobre el número ocho. En efecto, se había casado el ocho de agosto en Niza, y vivía en el número ocho de la calle des Petites-Ëcuries.

--No va más --dijo el hombre indolente en traje de etiqueta, y volvió a arrojar la bolita que se puso a girar locamente antes de ir a alojarse con gracia a una ranura negra, demasiado lejos de Angela para que esta pudiera distinguir su número.

--¡Número ocho! --gritó el hombre con voz cansada--. ¡El ocho, un pleno! --agregó después de hechar una ojeada hacia la mesa.

Alineó una decena de fichas y las puso, después de hechar una mirada en torno, delante de Angela. Al mismo tiempo le indicó una cifra (que a ella le pareció astronómica) y la observó interrogador:

--El ocho --repitió Angela con voz segura.
Se sentía bien, presa de una especie de de fantasma, de sombra desconocida que la dirigía desde lejos; se sorprendía simplemente nde no tener ya delante de sus ojos la imagen de Giussepe dormido al lado de Helena. Ahora veía sólo la bolita; sólo a ella.

--El máximo es de dos mil francos al pleno --dijo el crupier con aire sorprendido.

Aprobó con la cabeza sin responder, sin comprender, y el crupier dispuso una pila de las fichas sobre el ocho y le tendió las otras, que ella recogió maquinalmente.

Momentos después, la gente se había acercado y la miraba con cierta curiosidad. Ni su rostro, ni su aspecto, ni su actitud podían dejar de suponer que fuese ella aquella loca que acababa de arriesgar dos mil francos a un pleno en el casino de verano, en Niza, en septiembre. El crupier, después de un segundo de duda, dijo: <<¡Hagan juego!>> La dama del pantalón puso diez francos junto a la rutilante pila de Angela, y la bolita volvió a girar. Después de tamborilear en desigual repique, se detuvo. Fueron el silencio primero y luego una especie de rumor perplejo los que reanimaron a Angela ¡pues había cerrado los ojos! (y a causa de la somnolencia parecían expresar sus párpados pesados, mucho más que por la sorpresa).

--El ocho --dijo el crupier con voz menos alegre, según le pareció...

Y volviendose hacia Angela que se había quedado impasible, con el rostro inmóvil, se inclinó para decir:

--Mi enhorabuena, señora. Le debemos sesenta y seis mil francos. ¿Quiere usted seguirme?

Estaba rodeada de hombres de negro -medio galantes, medio gruñones-- que le condujeron a otra ventanilla. Allí, otro hombre de ojos desvaídos, le contó fichas mucho más grandes y mucho más cuadradas. Angela no decía nada, los oídos le silbaban, tenía dificultad para mantenerse erguida.

--¿Cuánto es esto? --preguntó sñalando esas placas anónimas.

Cuando el hombre le dijo << sesenta y seis mil señora; es decir seis millones seiscientos, en francos antiguos>> adelantó una mano hacia él y se apoyó en su brazo. La hizo sentar, muy cortésmente, le pidió un coñac y se lo ofreció con la misma cortesía un tanto gélida.

--¿Podría tenerlo en billetes? --preguntó Angela cuando el calor del alcohol le hizo tomar conciencia de la situación.

--Naturalmente --dijo.

Volvió a meter mano en los cajones, y sacó una montaña de billetes; amarillos, parecidos al que le había entregado Guiussepe esa misma mañana; tuvo incluso la amabilidad de ayudarla a colocarlos dentro de su bolso.

--¿No desearía volver a jugar, señora...? --preguntó, pero en un tono sin esperanza...

Pues no cabía duda (para él que sabía de eso) que era la primera y última vez que Angela di Stéfano ponía los pies en un casino. La mujer hizo un gesto negativo con la cabeza, dijo: <> y salió con el mismo paso, rápido y seguro, que le había llevado hasta allí.

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